Una ciudad se nutre de las historias que van transmitiendo sus habitantes a lo largo de las generaciones. En cinco siglos son tantas las que se han generado alrededor de algunas de las construcciones icónicas de la capital cubana que bien merecen ser contadas para que quien visite esta ciudad se sienta mucho más cercano a ella y la disfrute plenamente sintiéndose un poco un habanero más y no un simple turista.

El Cristo de La Habana

A la entrada del puerto de La Habana, a la izquierda, entre la antigua fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el pueblo de Casa Blanca, se levanta una colosal estatua conocida como El Cristo de La Habana.
De esta estatua no se puede decir que la destaca su antigüedad, ya que tiene algo más de 50 años, pero ha sabido ganarse un lugar en el pueblo de Cuba y rápidamente se sumó a las construcciones que le dan identidad y paisaje a esta ciudad costera.
El Cristo de La Habana fue inaugurado el 25 de diciembre de 1958, siete días antes de la caída de la dictadura de Batista ante el impetuoso avance del Ejército Rebelde. El monumento fue construido en Italia y es obra de la escultora cubana Gilma Madera.
La figura de Jesús aparece de pie, con una mano en el pecho y la otra en alto, en actitud de bendecir, mira hacia la ciudad.
El monumento es parte de todo un conjunto arquitectónico que caracteriza la entrada del antiguo puerto de Carenas, descubierto por Sebastián de Ocampo entre 1508 y 1509. Su blanco mármol de Carrara contrasta con las grises piedras de un entorno varias veces centenario: las fortalezas de los Tres Reyes del Morro, San Salvador de la Punta, la Real Punta y San Carlos de la Cabaña, baluartes que durante siglos defendieron a La Habana de indeseables visitantes.
Su historia nos dice que fue realizado por la escultora luego de ganar un concurso en Italia y fue esculpido en Carrara y allí bendecida por el Papa, utilizándose más de 600 toneladas de mármol Blanco del lugar; el mismo con que fueron hechos muchos de los monumentos del Cementerio de Colón; quedando finalmente con un peso de unas 320 toneladas. Se integra en la sumatoria de 67 piezas, con 12 estratos horizontales, cuya elaboración tomó más de un año de arduo trabajo.
Su armazón interna es metálica y el colosal monumento tiene 20 metros de altura, incluyendo 3 de pedestal, donde su creadora enterró diversos objetos de la época. Si se toma en consideración la explanada sobre la colina donde está situada, su altura se eleva a 51 metros sobre el nivel del mar.
Emplazado en la colina de la cabaña, margen oriental de la Bahía Habanera, forma parte del Complejo Morro-Cabaña, razón por la cual permite a los habaneros ver la escultura desde muchos puntos de la ciudad, y no pasa inadvertido para quienes disfrutan de la hermosa vista capitalina, sentados en el malecón habanero.
Gilma Madera su creadora dijo al respecto de la escultura que: “me aparté de la imagen a que nos tenían acostumbrados quienes me antecedieron: un Cristo débil, frágil. Quise darle la austeridad, el amor y la fuerza que lo colocaron al lado de los pobres de la tierra, como dijera Martí”. La artista cubana contó con la colaboración de trabajadores, pero el acabado del rostro y las manos así como la expresión se la dio ella personalmente.
El profundo amor de la escultora a su fabulosa obra quedó demostrado en un singular hecho que ella misma dejó para la historia, como parte de esos azares de la vida y que pareciera ser la culminación definitiva de esta, su empresa cumbre. Lilia Gilma lo contaba así:
“Una noche del año 1961 mientras veía el noticiero de la televisión, me subió la presión arterial, casi me da un infarto.
Acababa de escuchar la siguiente información: Las inclemencias del tiempo no han respetado ni al Cristo de la Habana, puesto que un rayo le ha perforado la cabeza en la tarde de hoy.
No dormí durante toda la madrugada, y al otro día temprano, salí hacia la Bahía y comprobé con mis propios ojos un boquete en la pieza número 67, en la parte posterior de la cabeza.
Fui a la tienda la Época, compré suficiente cantidad de vinyl, y le mandé hacer un gorro enorme que le cubriera hasta el cuello. Pedí ayuda a los bomberos de la calle Corrales para que me prestaran un carro con escalera alta. Yo misma subí y tapé el orificio dejado por la descarga eléctrica, para que la lluvia no penetrara e hiciera estragos en la armazón interior de hierro, lo cual podría ocasionar la destrucción total de mi obra cumbre”. Y así pasó a tener su propia historia.

El Morro y La Cabaña
El Castillo de los Tres Reyes del Morro es la más emblemática de las fortalezas cubanas. Su construcción comenzó en 1589 y concluyó en 1630, a cargo del ingeniero militar italiano Juan Bautista Antonelli, en el lado este del canal de acceso al puerto de La Habana.
Esta fortaleza forma un polígono irregular para poder adaptarse a las características topográficas del arrecife sobre el que fue levantado.
Con una dotación de 200 hombres y varias baterías de cañones, fue pieza clave en la defensa de la ciudad contra los frecuentes ataques de corsarios y piratas. En 1762, durante la toma de La Habana por los ingleses, el Castillo resistió heroicamente durante varias semanas el asedio de tropas conjuntas del ejército y la marina británicos.
Los invasores sólo pudieron apoderarse de la capital de Cuba luego de hacer estallar una mina bajo los muros del Castillo. Pocos años después de su construcción, al Castillo se le anexó un faro que utilizaba leña como combustible. En 1845, el viejo faro fue sustituido por otro de 45 metros de altura sobre el nivel del mar, que se ha mantenido hasta el día de hoy y constituye una de las imágenes más conocidas de La Habana internacionalmente.
Luego de iniciarse su restauración en 1986, el Castillo pasó a integrar, junto con la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, el Parque Histórico Militar Morro-Cabaña.
Popularmente se lo conoce como el Morro y en él funciona un gran museo histórico. Visitarlo es establecer un contacto directo con la historia y sus leyendas...
En 1763, una vez devuelta La Habana por los ingleses a cambio de La Florida, comenzó a construirse en la alta ribera Este del puerto de La Habana, bajo la dirección del brigadier Don Silvestre Abarca, y quedó concluida en 1774.
Durante las guerras de independencia muchos patriotas cubanos, entre ellos José Martí, estuvieron presos allí y no pocos fueron fusilados en el tristemente célebre Foso de los Laureles.
El 3 de enero de 1959, el Comandante Ernesto Che Guevara, tomó la fortaleza y allí estableció su Comandancia, que es hoy un museo en el que se muestran documentos y testimonios del compañero de armas de Fidel Castro.

La Giraldilla
Se trata de uno de los símbolos más representativos de la Ciudad, y el más antiguo. Leyenda de amor, historia, arte, símbolo... todo encerrado en esta estatuilla, realizada por el escultor habanero Jerónimo Martín Pinzón en la tercera década del siglo XVII.
El 20 de marzo de 1537 la Corona nombraba al séptimo gobernador español en Cuba, el Adelantado de la Florida y Comendador de la Orden de Santiago, don Hernando de Soto. El Rey lo envió a que preparara una expedición a la Florida, por la cercanía de Cuba a la península descubierta por Ponce de León.
El puerto de La Habana era punto de reunión de todas las flotillas españolas en el Nuevo Mundo, y también punto de mira de cuanto corsario o pirata pasaba por el Caribe.
El 12 de mayo de 1539 De Soto partió hacia la Florida, al frente de una expedición compuesta por nueve buques y 537 caballos. A partir de ese momento, y por orden expresa del Gobernador, su esposa doña Isabel de Bobadilla, se hacía cargo de la administración del país.
Y cuenta la leyenda que desde ese día, más que atender al gobierno, doña Isabel se pasaba horas enteras en lo más alto del castillo, en espera de una nave que trajera a su esposo. Soto nunca regresó, murió junto al río Mississippi el 30 de junio de 1540, pero su enamorada esposa continuaba esperándolo. Dicen que Isabel finalmente murió de amor.
Y asevera el mito que esta gran pasión de Isabel por Hernando inspiró al escultor Martín Pinzón a realizar La Giraldilla, la cual fue mandada a fundir en bronce y colocada en la parte más alta del baluarte noroeste de la Real Fuerza, por el gobernador Juan de Bitrián y Viamontes entre 1630 y 1634. El gobernador la llamó: “La Giraldilla”, en recuerdo de “La Giralda” de su ciudad natal, Sevilla.
La Giraldilla es una veleta, con la figura de una aborigen, que sostiene en su mano derecha una palma de la que sólo conserva el tronco, y en su izquierda, en un asta, la Cruz de Calatrava, orden a la que pertenecía el gobernador. Tiene 110 centímetros de alto, en su pecho aparece un medallón con el nombre del autor y tiene la falda recogida sobre su muslo derecho.
Durante siglos, la veleta fue respetada por decenas de huracanes tropicales, hasta que el ciclón del 20 de octubre de 1926 la arrancó de su pedestal y la hizo caer al patio. La figura que se observa en la Real Fuerza es una réplica, pues la original se encuentra en el Museo de la Ciudad, antiguo Palacio de los Capitanes Generales, a la vista de todos, pero protegida de los vientos huracanados que no saben la historia de amor que encierra la Giraldilla en sí misma y el valor que tiene para los habaneros este símbolo de la ciudad.
Dicen que quien visita la Habana y no ve la Giraldilla, no ha visto la ciudad; asimismo sirve de logotipo al equipo de béisbol de la capital y es la etiqueta del ron cubano más conocido, el Havana Club.

El Malecón habanero
La concepción de un muro contenedor de la furia del mar en la ciudad de La Habana tiene una larga historia, pero no tanta existencia real. Las primeras noticias acerca del mismo comienzan en 1819 cuando se realiza el “ensanche de extramuros”, pues la ciudad estaba creciendo y el espacio costero que iba desde la entrada de la bahía hasta el Torreón de San Lázaro, era sólo un espacio abierto de roca y mar, hermoso pero sin otra señal que lo inhóspito del lugar, a donde iban algunas familias a bañarse en el mar.
En esa zona del litoral habanero, donde hoy está el parque Maceo y hasta el Río Almendares, existía una costa de agudos arrecifes y un monte casi impenetrable, que los españoles consideraron siempre como una muralla natural ante ataques y lo llamaban “Monte Vedado”.
En 1859 comenzó a circular el ferrocarril urbano por San Lázaro, desde las cercanías del puerto hasta la desembocadura del Almendares. En esa época aparecieron los barrios El Carmelo y Vedado.
Para reformular el uso de ese inhóspito litoral le encargaron el proyecto a Don Francisco de Albear, el más grande ingeniero cubano de la época, quien concibió una formulación compleja y acertada de lo que debía ser la obra, más allá de un simple paseo.
Según se lee en documentos históricos, debería construirse una amplia avenida a cuatro metros sobre el nivel del mar, separado de la orilla, y que contuviera en su parte inferior una larga sucesión de 250 bóvedas, para dar cabida a otras necesidades de la ciudad, porque la galería resultante podía servir como línea de ferrocarril y almacén, pensando en el activo puerto habanero, o como línea defensiva militar.
Todo el proyecto costaría 850 mil pesos de la época, pero el gobierno español no se animó a darle esos recursos al gobierno municipal y la propuesta de Albear quedó dormida por mucho tiempo.
Durante la primera intervención norteamericana se retomaron algunos proyectos y el primer tramo concluido, desde Prado hasta Crespo, resultó el punto de arranque de una larga y lenta carrera para concretar el Malecón que hoy conocemos. En 1901 se comenzaron las tímidas obras del Malecón luego de dictarse algunas disposiciones que incluían precios de los terrenos, títulos de propiedades, derechos a confiscaciones y otras regulaciones.
Durante el mandato de Gerardo Machado, presidente de Cuba de 1925 a 1933, el Malecón tomó impulso bajo la dirección del reconocido urbanista Jean Forestier, famoso por sus intervenciones en Sevilla y París, quien había ido a Cuba a establecer un Plan Director de la ciudad.
Maravillado por la zona costera capitalina, Forestier tomó el Malecón como aspecto preferente de sus proyectos. Para llegar a sus siete kilómetro actuales el Malecón Habanero pasó por varias etapas de avances y retrocesos, de gobiernos de turno, cambios, supresiones y transformaciones de proyectos, hasta el último tramo realizado entre 1950 y 1958.
Después del primer trecho, para el que se demolieron algunas instalaciones públicas como los balnearios: Las Delicias, Romanguera y San Rafael, siguió la construcción en 1921 hasta la entrada del Vedado, donde hoy se levanta el monumento al Maine.
A mediados de la década del 30 se llevó hasta la calle G, y en el mandato de Carlos Prío (1948-1952) llega el Malecón hasta la desembocadura del Almendares.
Todas y cada una de estas prolongaciones llevaban implícitos cambios en los fabulosos proyectos, los cuales finalmente terminaron en ese muro pelado, largo, a veces odiado, pero mucho más amado por todos los que viven en la ciudad, y que un chistoso definió una vez como “el banco más largo del mundo”.