Los candados del amor
Todo empezó en 2006, pero parece una eternidad, sobre todo por la rapidez con que se expandió por varios países de Europa: es la costumbre, por algunos venerada y por otros simplemente odiada, de colgar candados en los puentes emblemáticos de las principales ciudades y luego arrojar la llave al río que corre debajo, como para asegurar amor eterno a la pareja que cumple el curioso rito. Aman la costumbre (aunque ni siquiera todos) los enamorados, los turistas, los curiosos. Y la detestan los responsables del patrimonio de las ciudades en cuestión, que ven los inocentes instrumentos metálicos como una auténtica amenaza al patrimonio arquitectónico. Hay que decir que son tantos, y que la selva de candados crece tanto también sin aparente límite, que en un punto deja de ser una costumbre simpática para volverse preocupante. Pero el “virus del candado” está lejos de terminar.
Donde todo empezó
Roma, la eterna, la cabeza del mundo, está en el origen de esta curiosa costumbre que empezó gracias a (o por culpa de) una novela de Federico Moccia, Ho voglia di te (Tengo ganas de ti), donde los protagonistas sellan su amor justamente con un candado en el Ponte Milvio, sobre el Tíber. Corría 2006. La novela tuvo éxito, tuvo continuación y también una película. Primero tímidamente, y después como un tsunami, los candados se fueron multiplicando, lo que causó incluso el derrumbe de una lámpara por el exceso de peso. El municipio de Roma instaló unas columnitas especiales para colocar los candados y preservar el puente: hasta que, en 2012, decidió cortar por lo sano... cortando los candados. Claro que los enamorados empedernidos han vuelto una y otra vez, y las autoridades romanas han vuelto una y otra vez también a quitar los lucchetti del amor. Entonces, depende de cuándo se vaya, se verán muchos o pocos. Candados aparte, la costumbre le dio cierta relevancia turística al Ponte Milvio, construido por Cayo Claudio Nerón en el siglo 206 a. C. Quinientos años después, el emperador Constantino venció a Majencio en la batalla del Ponte Milvio: las escenas de aquella lucha –que simboliza la victoria del cristianismo sobre el paganismo– están representadas en las Salas de Rafael de los Museos Vaticanos, uno de los lugares que no hay que dejar de conocer se vaya o no a Roma en peregrinación romántica.
Como enamorados hay por todos lados, la costumbre corrió rápidamente por otras ciudades de Italia y del mundo, incluyendo la República Checa, Japón, China, Austria... Pero no hay que ir tan lejos de Roma, porque sobre el Ponte Vecchio de Florencia también se pueden ver candados encadenados en torno de la estatua de Benvenuto Cellini, el célebre orfebre de manos mágicas y vida aventurera que nació en esa ciudad en el año 1500. Florencia se inventó una leyenda propia, según la cual los candados empezaron a ser colgados aquí gracias a un herrero que así publicitaba su negocio: en algún momento fueron tantos que se temió por la integridad del puente, pero ahora es un “fenómeno controlado” –o así parece– y quedan muchos menos.
Donde brotan como hongos, mientras tanto, es en Verona. No podía ser de otra manera en la ciudad de los enamorados, que organiza eventos especiales para el Día de San Valentín y preserva celosamente las casas de Romeo y Julieta, con balcón incluido (aunque probablemente ninguno de los dos haya existido, y muchos menos el balcón, que fue colocado en el siglo XX). Es justamente en la casa de la adolescente heroína de William Shakespeare donde están colgados cientos de candados que las parejas dejan como promesa –o esperanza– de amor eterno. Cabe esperar que sean más eternos que su permanencia en el lugar, ya que cada tanto los responsables veroneses no tienen más remedio que quitarlos para dejar lugar a otros nuevos: nuevos candados, nuevas esperanzas, nuevos amores a la sombra de la famosa estatua de Julieta, que domina el patio de la casa.
París romántica
Si Roma y Florencia pelean más o menos resignadamente contra los candados, y Verona los transformó en parte de su mito, en Venecia causan mucho menos gracia. Allí se formó un grupo –el Frente Anarcoléptico Liberemos los Candados Ahora– para preparar un “día del corte”, convocado vía redes sociales, con el fin de salvar a los puentes venecianos. Durante todo el año pasado, se dedicaron a quitar candados por doquier, de a bolsas y de a kilos: “Muchos turistas –cuentan– viajan con el candado ya en la valija, dispuesto a colgarlo en algún puente y arrojar la llave al agua. Nadie piensa nunca en la cantidad de llaves que yacen en el fondo”. Con ironía, agregan: “Nos gusta pensar que cuando cortamos un candado las dos personas se dejan y se rompe el hechizo. Es cierto, somos malos. Que nos llamen ‘enemigos del amor’ si quieren, pero queremos que Venecia sea una ciudad de piedra y no de metal”.
Los activistas del frente con gusto le dejarían a París, eterna rival de Venecia, el título de “ciudad más romántica de Europa”. Es que así la capital francesa se quedaría con todos los candados, que también proliferan en el Pont des Arts, sobre el Sena. Cientos y cientos están colgados sobre el puente, que los lectores de Julio Cortázar tal vez recordarán porque aquí –en el lugar donde el Sena separa el Instituto de Francia del Museo del Louvre– solían encontrarse Oliveira y la Maga. Quien no lo haya llevado consigo no tendrá problema en conseguir uno: vendedores ambulantes convenientemente apostados ofrecen candados de todos los tamaños, de dos a seis euros. Y prestan un grueso marcador para que el instrumento del amor quede también con el nombre de sus eternos propietarios escrito sobre el metal. La costumbre se impone, tanto que está contagiando también a otro puente de París, el Pont de l’Archeveché.
Poco a poco, cuesta encontrar una ciudad europea que no tenga su propia selva de candados. Los hay en Dublín, en el interesante puente Ha’Penny Bridge, sobre el río Liffey, que se llama así porque algunos comparan su forma con el canto de la moneda de medio penique (half penny), y también porque antiguamente había un pago de medio penique de peaje para cruzar de un lado a otro. Los hay en Madrid, en el Puente de la Reina Victoria, sobre el río Manzanares, y ya sin río alguno también en la Plaza Mayor y en el Parque del Retiro. Los hay en Moscú, formando verdaderas esculturas sobre el puente que cruza el canal Vodootvdni, paralelo al Moscova. Los hay sobre el Puente de Carlos, en Praga, el más famoso de la capital checa, y sobre el Rin, en Colonia, Alemania. En otras palabras, parece que ya no hay fronteras para la moda del candado, que va desde el monte Huang, en China, hasta la propia Buenos Aires, esta vez por iniciativa de una wedding-planner. Y aquí nomás, la vecina Montevideo le dio a la historia una vuelta de tuerca: a falta de puente, la leyenda oriental dice que hay que poner un candado con las iniciales de los enamorados en una fuente del centro de la ciudad, todo para conseguir un doble objetivo, volver juntos a Montevideo y además estar siempre unidos. Una suerte de Fontana di Trevi del amor, con candados en lugar de monedas.
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