Eran las 20.16 del viernes 27 de enero cuando la Agencia Estatal de Seguridad Aérea recibió un fax remitido por Spanair. Los empresarios y las organizaciones del sector llevaban meses (o, incluso, años) haciendo cábalas sobre la inminente desaparición de la aerolínea catalana. Nadie dudaba de su frágil salud financiera, de su dependencia casi congénita de las generosas subvenciones de la Generalitat de Cataluña y las sociedades locales.
El frecuente objeto de debate era hasta cuándo lograría mantener un modelo de negocio que parecía insaciable. La respiración asistida del dinero público apenas servía para amortiguar las pérdidas anuales de un proyecto que, en última instancia, se constituía como el puente de acceso para convertir el aeropuerto de Barcelona en uno de los grandes «hub» europeos. Aquella hoja de papel constituía el acta de defunción del sueño de El Prat y, también, como reza el tópico y subrayan insistentemente desde el sector, «la crónica de una muerte anunciada».
Spanair se convertía, con todas sus particularidades, en la nueva víctima de la epidemia que padece el sector aéreo desde el año 2007 y que en España ha dejado en tierra a, entre otros, Air Madrid, Air Comet, Quantum Air, Ándalus, Lagunair (cuya sede se encontraba en el casi desértico aeropuerto de León) y Hola Airlines.
La agencia internacional de las aerolíneas (IATA, por sus siglas en inglés) dice que esta es la peor crisis que han vivido las compañías desde hace 60 años. El desplome de la demanda, que tocó fondo en 2009, se ha unido a un sector en plena reconversión: el elevado precio de los combustibles, en imparable ascenso desde hace tres años, estrecha drásticamente los márgenes de beneficio, mientras que la competencia de las aerolíneas de bajo coste y la red de trenes de alta velocidad han convertido las rutas de corto y medio radio (vuelos nacionales y continentales) en un continuo quebradero de cabeza para las aerolíneas tradicionales.
La pasada década tampoco fue fácil. Las aerolíneas apenas habían logrado recuperarse de la caída brutal del tráfico por los atentados del 11 de septiembre y las sucesivas pandemias de gripe (aviar y A), cuando irrumpió la crisis del volcán islandés. Cierto es que hasta el estallido de la crisis, buena parte de las compañías aéreas españolas obtuvieron beneficios significativos. Pero, pese a ello, la mayoría optó por anticiparse con una agresiva política de ajustes en la que se disminuyeron los costes operativos y de capacidad, se reorganizaron rutas y se renovaron flotas.

Un sector laboral inflamable
Por si fuera poco, en el ámbito laboral el aéreo es un sector inflamable, cercado por huelgas que se suceden de forma casi ininterrumpida, ora convocadas por los sindicatos de vuelo (pilotos y tripulación de cabina), ora por los colectivos que trabajan para el operador público (como el plante de los controladores aéreos). Solo en este último caso las compañías españolas estiman un impacto de 90 millones de euros.
Apenas cinco días antes del abrupto cese de operaciones de la compañía catalana, Antonio Vázquez, presidente de IAG (sociedad resultante de la fusión de Iberia y British Airways), lanzó una frase que hoy ha adquirido una resonancia profética: «Spanair no tiene futuro y todo el mundo lo sabe». El directivo cordobés se refería a la enorme brecha entre los costes de operación de Spanair y sus pobres perspectivas de desarrollo. «Sin la vía de escape de los vuelos de largo radio, no tiene futuro», sentenció.
«Spanair» era una marca siempre en entredicho, solo respaldada por las ambiciones territoriales
Spanair solo operaba vuelos transoceánicos en código compartido junto con las aerolíneas que forman parte de «Star Alliance», una coalición empresarial encabezada por Lufthansa, Scandinavian Airlines (SAS), United Airlines y Air Canada. La nula rentabilidad de las rutas nacionales, que daban servicio al 73% de sus clientes, le habían llevado a perder 116 millones de euros a cierre de 2010. La de «Spanair» era una marca siempre en entredicho, solo respaldada por las ambiciones territoriales.
El presidente de Vueling, Josep Piqué, asegura que para atravesar las turbulencias «la única salida» de la que disponen las aerolíneas «es ser muy eficientes en costes, por una parte, e intentar diferenciar el producto, por otra». Y en palabras de Piqué, «Spanair no ha sido capaz de hacer ni una cosa ni la otra. Y por eso ha quebrado, aunque más tarde de lo normal gracias al apoyo público y de todos los contribuyentes catalanes, dicho sea de paso».
A partir de la fatídica fecha, la espiral se aceleró. Para enjugar los números rojos, la empresa tuvo que recurrir insistentemente al endeudamiento y a varias ampliaciones de capital. Como ha salido a la luz tras su solicitud de concurso de acreedores, sus compromisos con terceros ascendían a 214 millones de euros, entre los que se encontraba un crédito sindicado de más de 50 millones de euros liderado por La Caixa y en el que también figuran como acreedores la agencia crediticia de la Generalitat catalana (ICF) y el Instituto de Crédito Oficial (ICO). En el apartado de las deudas a accionistas, cuyo montante se eleva a los 260 millones, se halla su antigua propietaria y uno de sus actuales inversores de referencia, SAS, con un préstamo de 149 millones.
Sin embargo, no fue suficiente. Esa estrategia de resistencia a la desesperada hizo necesarias también inyecciones de fondos públicos por valor de casi 300 millones de euros, un dinero que la Generalitat considera ya irrecuperable y que la propia Comisión Europea ha puesto bajo sospecha. Bruselas precipitó el cierre de la aerolínea magiar Malév el pasado viernes, al obligarla a devolver las ayudas públicas que había recibido del Gobierno húngaro. Todo un aviso para Spanair, con la que podría ocurrir lo mismo a pesar de que haya entrado en concurso de acreedores, tal y como recordó el mismo día el comisario de Competencia, Joaquín Almunia, en declaraciones a Catalunya Radio.
La repercusión del cierre de Spanair es aún incierta. Algunos expertos llaman a la calma, como el presidente de Air Europa, Juan José Hidalgo. «España dispone de suficientes conexiones aéreas y de una extensa red de trenes de alta velocidad. Únicamente en Baleares y Canarias pueden producirse algunos desajustes, pero serán pasajeros». Otros, como el consejero delegado de Air Nostrum, Carlos Bertomeu, apuntan que «en el futuro van a quedar tres tipos de compañías». Por un lado, las ex aerolíneas banderas, unidas en alianzas mundiales, «que consolidarán el tráfico y operarán rutas transoceánicas». En segundo lugar, «las low cost hibridadas que atenderán una gran parte del transporte no de conexión intraeuropeo». Y por último, señala Bertomeu, las regionales, «dentro de las grandes alianzas, darán capilaridad a los “hubs”».
En el trasfondo de la supervivencia artificial con que Spanair se mantuvo a flote, se perfila el debate sobre la reforma del sistema aeroportuario español. Y es que el actual esquema cuenta con una gestión centralizada y de caja única, donde los aeropuertos eficientes subsidian a los no rentables. Este sistema, que perseguía la solidaridad en su origen, se ha desvirtuado, lo que ha fomentado la transferencia de ayudas desde aeródromos deficitarios a compañías que no lo son menos. Solo 11 de los 49 aeropuertos españoles fueron rentables en 2010.
El catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona, Germà Bel, reclama la implementación de un modelo de gestión individual, donde cada aeropuerto sea responsable de sus cuentas y fomente la transparencia. «España es una de las escasas excepciones de Europa al respecto» apunta, y recuerda que el sistema individual es compatible con la existencia de aeropuertos no rentables siempre y cuando «reparen un aislamiento geográfico». «Éste no es el caso de plazas como las de Lérida o Albacete», denuncia Bel. Sin embargo, la posible privatización de AENA tiene mucho que ver en esta reforma y la ministra de Fomento, Ana Pastor, ya anunció que el valor de la empresa pública disminuiría si se disgregara su gestión, argumento que Bel rechaza.
«Hay que hacer que el modelo sea lo más competitivo posible y para ello se debería fomentar la participación privada, cuanta más mejor», señala Ofelia Betancor, investigadora responsable del área de Transporte de Fedea. «En algunos aeropuertos un modelo de gestión que priorice una mayor proximidad parece lo más adecuado, pero no así en otros», apunta José Luis Zoreda, vicepresidente ejecutivo de Exceltur, que agrupa a las grandes compañías turísticas españolas, incluidas las aerolíneas.
Según el texto de la Comisión Nacional de Competencia, Air Nostrum (propiedad de Iberia) es la aerolínea que más fondos públicos ha recibido desde 2007, seguida de Ryanair y Lagunair. Sin embargo, desde el sector aseguran que están «molestos» con dicho informe, ya que no tuvo en cuenta los fondos «opacos» que recibió Ryanair y la totalidad de los procedentes de la Generalitat de Cataluña, con Spanair entre los principales beneficiarios. Entre 2007 y 2011, las distintas instituciones y compañías públicas cedieron en 2011 a las aerolíneas 247,3 millones de euros.
A pesar de que las administraciones locales y autonómicas justifiquen estas ayudas como un incentivo a la llegada de turistas, según la información analizada por Competencia no se observa «una correlación positiva entre el volumen de fondos recibidos y la afluencia de viajeros ni a nivel nacional, ni a nivel autonómico». «La política de subsidiar aerolíneas es pan para hoy y hambre para mañana», denuncia Zoreda. No obstante, Germà Bel señala que, cuando al aeropuerto le sale rentable, las ayudas son una forma de subsanar los efectos de «una tarificación monopolística».
Y es que en España las tasas que los aeropuertos cobran a las líneas aéreas son aprobadas por las Cortes Generales de forma diferenciada para tres categorías. Bel cree que la tarificación debería ser competencia de cada aeropuerto para evitar así que muchos intenten subsanar el tener tasas demasiado altas con los fatales subsidios públicos a aerolíneas.
«El sector está atravesando probablemente el momento más difícil de su historia», afirma Carlos Bertomeu. Como fuere, Spanair se ha mostrado como el enésimo eslabón roto de un modelo en mal estado. El cada vez mayor cementerio de aeropuertos y aerolíneas en quiebra apunta a la perversión del sistema. Y nadie quiere más aterrizajes forzosos.