Causa curiosidad la afluencia de personajes argentinos en las ruas brasileiras en épocas del Mundial Brasil 2014. Río de Janeiro, Belo Horizonte, Porto Alegre, y próximamente San Pablo, son testigos presenciales de tanta pasión y los reciben con los brazos abiertos.
En el momento más crítico de los últimos años y ante la atenta mirada del mundo por las decisiones del juez Griesa en el juicio que los depredadores holdouts llevan adelante contra nuestro país, los coliseos mundialistas se visten por completo de celeste y blanco, los hoteles de las ciudades sedes están llenos de argentinos, sin importar categoría o ubicación, y por todos lados hay más compatriotas en las calles que entradas vendidas a los estadios para alentar a la Selección de Messi y Pachorra.
Vuelos especiales, vuelos charters, micros, casas rodantes, autos, motos o bicicletas, no importa la forma pero hay que llegar antes del partido para alentar y bancar los trapos. Esa es la consigna, y no hay otra.
Curioso paradigma el caso argentino. Difícil de desentrañar hasta para sociólogos, opinologos o futurólogos, que queriendo explicar cómo el fanatismo por la Selección hace, por ejemplo, que cerca de cien mil personas lleguen hasta Porto Alegre con el sólo fin de ver un partido de fútbol, terminan quedándose con la boca abierta sin poder justificar tanto despliegue de voluntades.
Mientras tanto los hinchas oficialistas a ultranza, y también los díscolos opositores, se confunden en un abrazo interminable ante cada gol argentino, y es en ese momento cuando las diferencias -por muy antagónicas que sean- dejan de ser tantas y la grieta deja de ser una grieta para ser una simple rajadura. Allá y acá.
El fútbol es tan fuerte en el corazón argentino, que hasta atenuó el éxito de los fines de semanas largos por primera vez desde el inicio del nuevo cronograma.
Si el mismo patriotismo con el que vivimos un partido de fútbol lo aplicáramos para resolver nuestras diferencias, viviríamos más allá del primer mundo, seguramente.
Pero no podemos, nos resulta imposible escapar a nuestra condici&oacu