Según la tradición oral, los caciques de las tribus indígenas que poblaban la provincia fueron evangelizados a través de la imagen de San Nicolás de Bari, pero los aborígenes se negaron a someterse a las nuevas creencias de sus propios jefes. Entonces los colonizadores recurrieron a la imagen del Niño Dios vestido con el traje del Alcalde, la primera autoridad y forma de gobierno español que conocían las poblaciones nativas.
Durante el fin de año riojano, una particular excitación envuelve a todo el mundo y la plaza de la capital parece despertar en una mañana del siglo XVI: misioneros, castellanos, indígenas y caballeros reales reaparecen en la fiesta del Tinkunaco. Una de las celebraciones religiosas más singulares del país que muestra la huella de un pasado colonial con color indígena. Para los visitantes se trata de una fiesta insólita y desconocida, y sólo se la puede comprender ubicándola en su contexto original de la época colonial, cuando el Alcalde era la primera figura pública de la ciudad y la imagen del Niño Dios, vestido de Alcalde representaba el origen divino de la autoridad del gobierno.
Luego, los jesuitas recogieron este suceso y lo revistieron de forma práctica, combinando los elementos indígenas con el culto católico. La liturgia se conformaba con una cofradía de indígenas devotos a San Nicolás y el Niño Dios vestido de Alcalde. Eligieron al más respetado de los indios convertidos, le dieron la investidura de un rey Inca y le asignaron el gobierno inmediato de todas las tribus sometidas. Doce ancianos  llamados cofrades formaban el consejo del niño, similar al colegio de los sacerdotes que asistía a los reyes de Perú,  mientras que la figura de los Allís  representaba a la clase popular que, reconociendo la autoridad del Inca, le rendían culto al Niño Dios vestido de Alcalde del Mundo. Los caciques de cada tribu obtuvieron el título de alféreces o  caballeros de la orden, una especie de guardia montada que obedecía – idealmente- al patriarca conquistador. De esta manera se unía el pensamiento religioso y político, sentando las bases de  un gobierno católico.
La celebración. Todo comienza a las doce del medio día en la plaza principal que se puebla de promesantes y el bullicio se hace dueña de la atmósfera. En la iglesia matriz suena el primer repique de campanas y  bajo el cielo azul profundo se ve a una multitud  de creyentes  que llevan cada uno  – a modo de estandarte-, una  lanza forrada en tul rematada en una cruz plateada, con una decoración de cintas de seda de varios colores.  
Casi todos los habitantes de La Rioja están en la calle para la fiesta, con un particular atuendo violeta y amarillo (colores simbólicos del santo). Se destacan el gobernador, el intendente y la mayoría de las autoridades provinciales que están ubicados en la vereda de la Casa de Gobierno, al frente de la Catedral.
La celebración comienza cuando San Nicolás de Bari  traspasa el portón de la iglesia matriz, mientras que desde la iglesia de San Francisco ubicada en la esquina opuesta de la plaza principal  un grupo de hombres trae en andas  la imagen del  “Niño Dios” vestido con la sobriedad de un alcalde. La imagen mide 40 centímetros de altura  y su apariencia es la de un niño de ocho años, de ojos azules,  mejillas gorditas y sonrosadas  y una larga cabellera de rizos dorados.  Su espalda va cubierta por una casaca de terciopelo negro, bordada con hilos de oro. Sobre la cabeza tiene un llamativo sombrero con plumas color azabache y en su mano derecha lleva un bastón de mando similar al que usaban los alcaldes en la época colonial. La figura del Inca lidera la procesión del niño alcalde. Dos fieles llamados cofrades escoltan al Inca  y sostienen sobre su cabeza, un arco forrado de tul entrecruzado por cintas de seda desde donde cuelgan espejos de colores. Detrás de ellos avanzan los Allís: un séquito de promesantes que calza sandalias de cuero sin curtir –ushutas-, visten una especie de escapulario festoneado con encajes, dijes, rosarios y espejos  que les  cubren por completo el pecho y espalda. Ajustada a la frente llevan una vincha adornada con puntillas y espejuelos, desde donde caen, a modo de cabellera, decenas de cintas de seda de varios colores. Este grupo compone la guardia de honor del niño alcalde.
En el  pórtico de entrada de la catedral dos filas de costaleros traen en andas a San Nicolás de Bari y custodian el lento avanzar de la imagen que asoma su aspecto severo y majestuoso. Al frente,  la multitud agita los pañuelos al compás de la banda de música provincial, mientras los alféreces van tomando sus puestos en el hall de entrada de la abadía principal.     
La guardia  de honor que acompaña al santo es un  cortejo de fieles vestidos de civil con una banda blanca que les cruza en diagonal el pecho y la espalda, bordada con encajes, lentejuelas y flores. El alférez mayor con su corte de doce alféreces menores tiene la responsabilidad de acompañar al santo en todas las festividades y  representan a los españoles o a las clases elevadas de la ciudad.
La procesión avanza acompañada por el redoble de tambores y cánticos adoradores, que ofrece una visión apoteótica de millares de seres saludando el paso de su santo, cuya tez morena atestigua, los suplicios padecidos durante sus peregrinaciones evangelizadoras.    
Los dos cortejos siguen su marcha simultánea y en medio de la multitud el silencio sólo es profanado por el sonido penetrante de la caja que el Inca golpea de manera cadenciosa. Al ritmo de la caja los Allís entonan un salmo quechua; la gente los sigue en masa y todas las miradas se dirigen a contemplar la elegancia del niño que avanza sobre su trono de plata.
La imagen de San Nicolás se detiene frente a la Casa de Gobierno -a veinte pasos de la del niño-, y ante una señal del alférez las banderas se inclinan y todos se arrodillan ante el Niño Alcalde. El  momento más llamativo y simbólico es cuando el intendente de la ciudad se dirige al encuentro del Inca quien, en representación del Niño Dios vestido de alcalde, le entrega una llave de madera tallada reivindicando la soberanía de su gobierno municipal sobre la ciudad. De esta manera, cada treinta y uno de diciembre, la mayoría de los  riojanos reconocen una vez más la alianza política-religiosa que los gobierna desde los albores del siglo XVI. La reverencia del cortejo de San Nicolás se multiplica y todos los asistentes se arrodillan dos veces más ante el Niño Alcalde. Al final, con sus  rostros llenos de emoción, los nazarenos acompañan al niño alcalde que,  junto al santo patrono, son conducidos al interior de la Catedral. Es el momento culmine de una ecléctica procesión litúrgica que combina remotos elementos de lo divino y lo pagano.